09 December, 2009

arquitectura orgánica

Hay un planeta que se llama Gris donde los cócteles se sirven siempre con zumo de grosella y con un poco de azúcar moreno. En él me perdí por las cuevas, donde había madrigueras de osos marrones que me peinaron el pelo con sus garras, me hicieron un recogido y salí contenta a que me diera la brisa planetaria. Al lado de las cuevas estaba el restaurante en el que comimos un día de verano tardío un filete con patatas y una clara y que había cerrado su local del Gótico para instalarse en Gris. Nos sentamos y tardaron en traernos la carta. Yo te sugerí que pidieras el menú más sencillo porque había cobrado pero la factura del teléfono ese mes se había disparado. Claro, tenía que contactar cada dos por tres con el sastre que estaba confeccionándome algo especial para tu muñeco de trapo, aquél que te dije que no tiraras aunque después de veinte años de existencia ya no te hiciera uso. El sastre era perezoso y lento y tenía muchos otros encargos. Bebimos vino tinto y mis dientes se tiñeron de negro, me observé las manchas blancas que aparecen en las uñas por falta de calcio. Y emprendimos la vuelta a casa, me describiste el Círculo de Bellas Artes de Madrid, tracé un mapa rápido a mano alzada de los deberes que nos quedaban por hacer, me incliné a recoger la lentilla perdida e insistí en que la mirada del miope algo tiene, o eso me auto consolé en pensar. Me teletransporté a tu antiguo pupitre de escuela y te di un codazo. La manzana colocada en el extremo del pupitre cayó y rodó hasta los pies de la profesora y ésta me miró por encima de las gafas, me expulsó de clase y te esperé al lado de aquellas plantas blancas a las que nos encantaba soplarles los pétalos.

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